6.11.2007

Mi libro de cabecera está en el suelo, entro al baño y el otro está allá abajo, también. Si esto es una señal, solo puede serlo de que Diana se ha levantado tarde, que cuando eso sucede y debe llegar a la escuela, tira todo a su paso. Los levanto y acaricio, pido perdón por lo que sea que los haya puesto ahí. Pienso, camino y escucho, mientras camino por esta estrecha y soleada calle, debo detenerme en el semáforo, y ahí está, como si lo esperara. Entre dos señoras gordas, más alto que ninguno, oscuro en la sombra, yo casi atravieso la calle con el semáforo en verde. El corazón palpita tan a prisa que, dudo si no es mi cabeza la que está bombeando la sangre en esta ocasión. Tal vez es la falta de luz en su piel, o el exceso de sol que cae sobre mis ojos, el contraste no me deja entender. El semáforo aún no ha cambiado.

Diez pasos y uno arriba de la banqueta. Obsérvame. Curioso. Ríe. Me volteo. Mi mano en la bolsa. Dos pesos y cincuenta fuera del pantalón, ahora en mi mano. Mis ojos buscan un camión amarillo. Sus ojos en mi nuca. La urgencia de voltear y la necedad para no hacerlo. Está bien, solo un momento, pondré mis ojos en los suyos y regreso a la necedad. A esperar el camión. Ojos blancos, grandes, viendo a los míos. Dientes perfectos. Perspectiva agradable. No alcanzo a decidir si quiero quitarme los lentes oscuros. Ven. Acompáñame. Sígueme. Atraviésame. No dejes de mirar. Mis ojos no. Me volteo.

Un camión amarillo, no me iré. Acércate. Vamos. Háblame. Pregunta, que tengo y tienes dudas, seguro. No des vuelta. Camina. No muevo mi cabeza. Sus labios dicen y no entiendo, sonidos agradables que caen unos sobre otros como en una canción, me niego a quitarme esto del oído y darme cuenta que realmente no le entiendo. Quizá sea francés lo que el habla y no escucho. Amarillo al frente. Lo miro. Sonrío. No me quito los lentes. Me subo.

Movimiento, vibrante horizontal. Mi mano en un tubo. Tus ojos en la ventana deslizándose a la velocidad del camión, los míos siguiéndote. Enajenador el movimiento y las imágenes, que se deshacen en hilos, con tu rostro entre ellos, dejándote atrás.

Diana, he perdido al padre de mis hijos. ¿Dónde lo dejaste? En la parada de la ocampo. ¿Y tú? Pues aquí, pensando: ¿cuántas veces, en esta ciudad, volveré a encontrarme un negro en el camión?, oye, ¿tú tiraste mis libros?

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