Era inusitadamente liviana y se lo dijo, mientras levantaba en vilo todo su ser. –Eres suave y liviana, me gustaría sostenerte así para siempre-. Y daban vueltas juntos, bailando, jugueteando en una danza que nadie había hecho jamás. –Mira que la tarde es hermosa- dijo ella, dejándose acariciar lentamente
-No lo había notado, estaba demasiado ocupado observando los destellos de tu cuerpo- la hizo girar rápidamente, y por momentos parecía tener intenciones de dejarla caer por completo, al final la atrapó con delicadeza y cierto cariño.
-¿De verdad crees que soy bella?- preguntó un poco cohibida, mientras miraba en otra dirección.
-No lo sé realmente- y dejó de moverse por unos momentos, como pensando profundamente, -sólo sé que nunca había visto nada como tu, que me haces sentir una ternura inacabable, y que no siento deseo alguno de dejarte ir- comenzó a mecerla lentamente –si eso significa dejar de tocar tu tersa piel, no te soltaré- su voz sonaba totalmente convencida.
-Eres fuerte, pero tierno al mismo tiempo, y me encanta perderme en tu enorme ser, sentirme pequeñita entre tus movimientos, y realmente empiezo a creer que no me soltarás- dijo sonriendo
-Es verdad, no lo haré- declaró él, mientras la hacía dar tres piruetas, riendo a carcajadas. –Quiero tenerte siempre conmigo, por favor no te vayas-
-¿A dónde iría? De cualquier modo, no sé quién soy-
Y se quedó tan quieta y callada, viendo a lo lejos. Mientras él pensaba que su cuerpo podría confundirse fácilmente con el cielo del atardecer: ¿no sería un pedazo de él?, si pudiera tocarlo y compararlos, tal vez podría ayudarle. Pero ella no sabía cómo era, podía ver el cielo, más no a sí misma. –Tampoco sé cómo soy, dímelo tú- pidió ella mirándolo –Eres suave, como dije, liviana y me gusta sentirte así-
-entiendo, pero estoy tan confundida, que no puedo imaginar nada que se parezca a lo que cuentas, además solo me dices cómo te sientes conmigo, no me ayudas a descubrir quién soy-
-Como el cielo- dijo
-Pero soy pequeña- replicó ella
-Entonces solo un trozo-
-Me faltaría un pedazo, y curiosamente me siento completa. Aún más, empiezo a sentir que puedo abandonarme contigo, eres tan transparente que confío incluso, en tus bruscos movimientos, que se vuelven suaves en el instante siguiente. Quisiera perderme en ti, entre tus recovecos, que me sostengas para siempre-. Él la iba soltando poco a poco
-No, pero no podría siempre, eso es mucho tiempo, demasiado tiempo-su voz sonaba cada vez más llena de dudas.
-Pero ¿cómo? Si acabas de decirme que tú…-
-Si bueno, lo dije, pero creo que has entendido mal- la interrumpió él, -no puedo hacerlo así como lo pides, creo que te estás fiando demasiado de mí y no creo que eso sea bueno- hablaba ahora casi en un susurro –Siento que deberías dejarme un tiempo, hasta averiguar quién eres… no se…-
Ella parecía cada vez más rígida, ya no era fácil seguir jugando con su cuerpo y dejó de reír, junto con su risa se fue diluyendo la luz del sol, ocultándose entre las últimas montañas, lejísimos. –Suéltame- le dijo, -déjame ir-
-Pero, ¿a dónde irías?- pregunta titubeante
-Déjame bajar, por favor, suéltame, déjame allá abajo- pidió suplicante
-¿volverás?-
No contestó, se dejó caer callada y oscura, la noche se embebió de silencio, dejó de sentirse diminuta entre su anhelada inmensidad, para sentirse perdida, sola a la deriva. Ahora no era fácil moverse, y por más que lo intentaba la oscura red la atrapaba, no se encontraba, no se veía a sí misma y no veía a nadie más; así que se dejó llevar en un uniforme, lento, movimiento horizontal.
-Mira, una pluma roja-
-Qué linda- dijo ella, mientras él se la colocaba entre el cabello, detrás de la oreja. Y la llevó con ella, al viento.
tengo muy mala memoria, uso esto como bitácora digital de mis andanzas por la web. disculpe las molestias que esto le ocasiona.
6.11.2007
Mi libro de cabecera está en el suelo, entro al baño y el otro está allá abajo, también. Si esto es una señal, solo puede serlo de que Diana se ha levantado tarde, que cuando eso sucede y debe llegar a la escuela, tira todo a su paso. Los levanto y acaricio, pido perdón por lo que sea que los haya puesto ahí. Pienso, camino y escucho, mientras camino por esta estrecha y soleada calle, debo detenerme en el semáforo, y ahí está, como si lo esperara. Entre dos señoras gordas, más alto que ninguno, oscuro en la sombra, yo casi atravieso la calle con el semáforo en verde. El corazón palpita tan a prisa que, dudo si no es mi cabeza la que está bombeando la sangre en esta ocasión. Tal vez es la falta de luz en su piel, o el exceso de sol que cae sobre mis ojos, el contraste no me deja entender. El semáforo aún no ha cambiado.
Diez pasos y uno arriba de la banqueta. Obsérvame. Curioso. Ríe. Me volteo. Mi mano en la bolsa. Dos pesos y cincuenta fuera del pantalón, ahora en mi mano. Mis ojos buscan un camión amarillo. Sus ojos en mi nuca. La urgencia de voltear y la necedad para no hacerlo. Está bien, solo un momento, pondré mis ojos en los suyos y regreso a la necedad. A esperar el camión. Ojos blancos, grandes, viendo a los míos. Dientes perfectos. Perspectiva agradable. No alcanzo a decidir si quiero quitarme los lentes oscuros. Ven. Acompáñame. Sígueme. Atraviésame. No dejes de mirar. Mis ojos no. Me volteo.
Un camión amarillo, no me iré. Acércate. Vamos. Háblame. Pregunta, que tengo y tienes dudas, seguro. No des vuelta. Camina. No muevo mi cabeza. Sus labios dicen y no entiendo, sonidos agradables que caen unos sobre otros como en una canción, me niego a quitarme esto del oído y darme cuenta que realmente no le entiendo. Quizá sea francés lo que el habla y no escucho. Amarillo al frente. Lo miro. Sonrío. No me quito los lentes. Me subo.
Movimiento, vibrante horizontal. Mi mano en un tubo. Tus ojos en la ventana deslizándose a la velocidad del camión, los míos siguiéndote. Enajenador el movimiento y las imágenes, que se deshacen en hilos, con tu rostro entre ellos, dejándote atrás.
Diana, he perdido al padre de mis hijos. ¿Dónde lo dejaste? En la parada de la ocampo. ¿Y tú? Pues aquí, pensando: ¿cuántas veces, en esta ciudad, volveré a encontrarme un negro en el camión?, oye, ¿tú tiraste mis libros?
Diez pasos y uno arriba de la banqueta. Obsérvame. Curioso. Ríe. Me volteo. Mi mano en la bolsa. Dos pesos y cincuenta fuera del pantalón, ahora en mi mano. Mis ojos buscan un camión amarillo. Sus ojos en mi nuca. La urgencia de voltear y la necedad para no hacerlo. Está bien, solo un momento, pondré mis ojos en los suyos y regreso a la necedad. A esperar el camión. Ojos blancos, grandes, viendo a los míos. Dientes perfectos. Perspectiva agradable. No alcanzo a decidir si quiero quitarme los lentes oscuros. Ven. Acompáñame. Sígueme. Atraviésame. No dejes de mirar. Mis ojos no. Me volteo.
Un camión amarillo, no me iré. Acércate. Vamos. Háblame. Pregunta, que tengo y tienes dudas, seguro. No des vuelta. Camina. No muevo mi cabeza. Sus labios dicen y no entiendo, sonidos agradables que caen unos sobre otros como en una canción, me niego a quitarme esto del oído y darme cuenta que realmente no le entiendo. Quizá sea francés lo que el habla y no escucho. Amarillo al frente. Lo miro. Sonrío. No me quito los lentes. Me subo.
Movimiento, vibrante horizontal. Mi mano en un tubo. Tus ojos en la ventana deslizándose a la velocidad del camión, los míos siguiéndote. Enajenador el movimiento y las imágenes, que se deshacen en hilos, con tu rostro entre ellos, dejándote atrás.
Diana, he perdido al padre de mis hijos. ¿Dónde lo dejaste? En la parada de la ocampo. ¿Y tú? Pues aquí, pensando: ¿cuántas veces, en esta ciudad, volveré a encontrarme un negro en el camión?, oye, ¿tú tiraste mis libros?
6.07.2007
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